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Universidad o Universalidad

AUTOR.- Alfonso Gotor Rivera
Cargo.-Licenciado en medicina por la UCM y colaborador CEGM

Universidad, del latín universitas, es un término que conjuga en una sola palabra la inabarcable universalidad, la totalidad. ¿Acaso el nombre de estas instituciones busca reflejar las altas aspiraciones con las que se fundaron estos centros de enseñanza al calor del fuego del conocimiento que fue redescubierto en la utopía del Renacimiento?


Si mi memoria no me falla, en el colegio se me enseñó que las primeras universidades surgieron en la Edad Media e impartían asignaturas poco prácticas, encuadradas en esos programas tan conocidos como el Trivium y Quadrivium. Con estos cursos no se buscaba formar grandes ingenieros o inquisitivos médicos; de hecho, estas carreras mucho más mundanas solían desarrollarse en escuelas, sin tan altas metas como las universidades.


Recién terminado mi propio paso por la universidad, con estas reflexiones me viene a la mente la idea de que el originario objetivo de estas instituciones primitivas, encapsulados hasta nuestros días en su mismo nombre, es el de alcanzar aquello que Abraham Maslow colocó en el vértice de su pirámide de las necesidades, la Transcendencia, es decir, el pleno desarrollo de la Persona, no centrado en el mero aprendizaje de un oficio.


Este modelo cuasi-filosófico inicial fue, no obstante, criticado y ridiculizado en épocas posteriores. De este modo, se convirtió en recurso común de las obras literarias la aparición de la figura del estudiante, como parangón de lo inútil; ser lleno de citas y conocimientos teóricos, pero penosamente incapaz de las actividades más prácticas y necesarias para la vida, muchas veces emulando a Diógenes, más por circunstancia que por decisión propia.


Probablemente, en parte por esta burla desde la sociedad y por la aparición de las teorías empiristas y positivistas, creo que la universidad maduró. Abandonó su infantil ensimismamiento con la metafísica pura y desarrolló diferentes facultades con saberes más terrenales y prácticos, alimentando así de científicos y técnicos, las filas de los ejércitos de sabios que surgieron en la Ilustración.


A pesar de este giro a lo pragmático, sólo es menester raspar un poco en la historia de nuestros siglos XIX y XX para comprobar cómo en las universidades persistía un sentimiento generalizado entre los profesores y el alumnado de transcendencia, de alcanzar valores tan universales como la Igualdad, la Libertad o la Justicia. No en vano, las universidades se convirtieron en focos de revolución y en puntos de reunión para los críticos con el orden establecido. De este modo podría convivir el viejo espíritu universal con la mundana practicidad moderna.


No obstante, en la actualidad ya no se percibe esta situación. Me resultaría difícil afirmar si el motivo del cambio obedece más a un pobre contacto por mi parte con la realidad que me ha rodeado los últimos seis años, o si realmente se han enfriado las brasas del idealismo por las experiencias del último siglo o del hedonismo rampante en la sociedad.


Creo que actualmente la universidad refleja el epítome de la especialización de la enseñanza, con ninguna pretensión ulterior más allá de un mero servicio de boquilla a los principios fundacionales.


De este modo, se podría hablar del concepto de la universidad-fábrica. Existe un producto final (el profesional especializado), que se elabora de acuerdo a las necesidades de un cliente (el mercado laboral), lo que obliga a realizar continuos ajustes de acuerdo a la demanda (de ahí las periódicas críticas que se pueden ver en los medios de comunicación dirigidas por los empresarios a los sistemas de formación, crónicamente quejándose de la falta de personal cualificado).


La vocación universal parece haber sido sustituida al final por la cadena de montaje con la más pura inspiración fordiana.


Los programas académicos se componen de un número de lecciones teóricas, muchas veces excesivas para el tiempo asignado, obligando al pobre profesor a disertar a toda prisa la mayor información posible. Por este motivo, yo nunca podría evitar una sonrisa cuando al final de cada clase se lanzaba la fútil pregunta “¿Alguna duda?”, que siempre me pareció que se emitía con una resignación digna de Sísifo. Claro está, el alumnado pocas veces está en disposición de contestarla de una manera satisfactoria, puesto que se ve superado por la necesidad de recibir el bombardeo de información, limitándose a copias todo lo posible sin poder procesar de forma adecuada los contenidos teóricos que están siendo impartidos, casi en un ejercicio dadaísta de escritura automática.


Se ha sacrificado la comprensión por la cantidad de información; el diálogo entre maestro y pupilos por el pregón ágil. En definitiva, se ha sacrificado lo inútil por lo práctico.
Con todo esto no pretendo recriminar la situación ante nadie, y admito libremente que también he encontrado situaciones contrarias a las previamente expuestas; profesores que alimentan la curiosidad del alumno, docentes que logran adecuar el temario para conseguir dedicar un tiempo a la resolución de dudas o mentores que se preocupan de que su pupilo no sólo haya recibido la información, sino que la haya entendido.


El aprendizaje de lo inútil, como lo llamaba Nuccio Ordine, es lo que permite al individuo cultivarse y crecer, no limitarse exclusivamente al desarrollo de su faceta profesional. Es en el aprendizaje de los saberes inútiles (el Humanismo, la literatura, la filosofía, entre otros), en los que el ser humano deja de mirarse a los pies y recupera su aspiración a la universalidad.


En conclusión, en el mundo competitivo y altamente especializado en el que vivimos es necesaria una formación educativa “práctica” muy superior a la que se requería en el pasado. Por este motivo, las universidades se han debido de adaptar a esta demanda. Sin embargo, el desarrollo de los saberes prácticos se ha visto acompañado por el abandono del Humanismo, que es al final lo que responde a las cuestiones trascendentales y que ayuda al crecimiento personal. Aunque todavía quedan reductos donde se transmite esta llama surgida del Renacimiento, sería de nuestro interés y del de futura generaciones el realizar un esfuerzo organizado para garantizar su supervivencia. En los últimos años este esfuerzo ha tomado, quizás, un cariz más acuciante por el desarrollo digital, que amenaza con apagar definitivamente la llama de la Humanidad.

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Universidad o Universalidad

AUTOR.- Alfonso Gotor Rivera
Cargo.-Licenciado en medicina por la UCM y colaborador CEGM

Universidad, del latín universitas, es un término que conjuga en una sola palabra la inabarcable universalidad, la totalidad. ¿Acaso el nombre de estas instituciones busca reflejar las altas aspiraciones con las que se fundaron estos centros de enseñanza al calor del fuego del conocimiento que fue redescubierto en la utopía del Renacimiento?


Si mi memoria no me falla, en el colegio se me enseñó que las primeras universidades surgieron en la Edad Media e impartían asignaturas poco prácticas, encuadradas en esos programas tan conocidos como el Trivium y Quadrivium. Con estos cursos no se buscaba formar grandes ingenieros o inquisitivos médicos; de hecho, estas carreras mucho más mundanas solían desarrollarse en escuelas, sin tan altas metas como las universidades.


Recién terminado mi propio paso por la universidad, con estas reflexiones me viene a la mente la idea de que el originario objetivo de estas instituciones primitivas, encapsulados hasta nuestros días en su mismo nombre, es el de alcanzar aquello que Abraham Maslow colocó en el vértice de su pirámide de las necesidades, la Transcendencia, es decir, el pleno desarrollo de la Persona, no centrado en el mero aprendizaje de un oficio.


Este modelo cuasi-filosófico inicial fue, no obstante, criticado y ridiculizado en épocas posteriores. De este modo, se convirtió en recurso común de las obras literarias la aparición de la figura del estudiante, como parangón de lo inútil; ser lleno de citas y conocimientos teóricos, pero penosamente incapaz de las actividades más prácticas y necesarias para la vida, muchas veces emulando a Diógenes, más por circunstancia que por decisión propia.


Probablemente, en parte por esta burla desde la sociedad y por la aparición de las teorías empiristas y positivistas, creo que la universidad maduró. Abandonó su infantil ensimismamiento con la metafísica pura y desarrolló diferentes facultades con saberes más terrenales y prácticos, alimentando así de científicos y técnicos, las filas de los ejércitos de sabios que surgieron en la Ilustración.


A pesar de este giro a lo pragmático, sólo es menester raspar un poco en la historia de nuestros siglos XIX y XX para comprobar cómo en las universidades persistía un sentimiento generalizado entre los profesores y el alumnado de transcendencia, de alcanzar valores tan universales como la Igualdad, la Libertad o la Justicia. No en vano, las universidades se convirtieron en focos de revolución y en puntos de reunión para los críticos con el orden establecido. De este modo podría convivir el viejo espíritu universal con la mundana practicidad moderna.


No obstante, en la actualidad ya no se percibe esta situación. Me resultaría difícil afirmar si el motivo del cambio obedece más a un pobre contacto por mi parte con la realidad que me ha rodeado los últimos seis años, o si realmente se han enfriado las brasas del idealismo por las experiencias del último siglo o del hedonismo rampante en la sociedad.


Creo que actualmente la universidad refleja el epítome de la especialización de la enseñanza, con ninguna pretensión ulterior más allá de un mero servicio de boquilla a los principios fundacionales.


De este modo, se podría hablar del concepto de la universidad-fábrica. Existe un producto final (el profesional especializado), que se elabora de acuerdo a las necesidades de un cliente (el mercado laboral), lo que obliga a realizar continuos ajustes de acuerdo a la demanda (de ahí las periódicas críticas que se pueden ver en los medios de comunicación dirigidas por los empresarios a los sistemas de formación, crónicamente quejándose de la falta de personal cualificado).


La vocación universal parece haber sido sustituida al final por la cadena de montaje con la más pura inspiración fordiana.


Los programas académicos se componen de un número de lecciones teóricas, muchas veces excesivas para el tiempo asignado, obligando al pobre profesor a disertar a toda prisa la mayor información posible. Por este motivo, yo nunca podría evitar una sonrisa cuando al final de cada clase se lanzaba la fútil pregunta “¿Alguna duda?”, que siempre me pareció que se emitía con una resignación digna de Sísifo. Claro está, el alumnado pocas veces está en disposición de contestarla de una manera satisfactoria, puesto que se ve superado por la necesidad de recibir el bombardeo de información, limitándose a copias todo lo posible sin poder procesar de forma adecuada los contenidos teóricos que están siendo impartidos, casi en un ejercicio dadaísta de escritura automática.


Se ha sacrificado la comprensión por la cantidad de información; el diálogo entre maestro y pupilos por el pregón ágil. En definitiva, se ha sacrificado lo inútil por lo práctico.
Con todo esto no pretendo recriminar la situación ante nadie, y admito libremente que también he encontrado situaciones contrarias a las previamente expuestas; profesores que alimentan la curiosidad del alumno, docentes que logran adecuar el temario para conseguir dedicar un tiempo a la resolución de dudas o mentores que se preocupan de que su pupilo no sólo haya recibido la información, sino que la haya entendido.


El aprendizaje de lo inútil, como lo llamaba Nuccio Ordine, es lo que permite al individuo cultivarse y crecer, no limitarse exclusivamente al desarrollo de su faceta profesional. Es en el aprendizaje de los saberes inútiles (el Humanismo, la literatura, la filosofía, entre otros), en los que el ser humano deja de mirarse a los pies y recupera su aspiración a la universalidad.


En conclusión, en el mundo competitivo y altamente especializado en el que vivimos es necesaria una formación educativa “práctica” muy superior a la que se requería en el pasado. Por este motivo, las universidades se han debido de adaptar a esta demanda. Sin embargo, el desarrollo de los saberes prácticos se ha visto acompañado por el abandono del Humanismo, que es al final lo que responde a las cuestiones trascendentales y que ayuda al crecimiento personal. Aunque todavía quedan reductos donde se transmite esta llama surgida del Renacimiento, sería de nuestro interés y del de futura generaciones el realizar un esfuerzo organizado para garantizar su supervivencia. En los últimos años este esfuerzo ha tomado, quizás, un cariz más acuciante por el desarrollo digital, que amenaza con apagar definitivamente la llama de la Humanidad.

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