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Reflexión tras el último día de clase

El 16/12/2022 fue el último día de clases teóricas de mi carrera de Medicina. Y el 13/02/2023 fue mi último examen teórico. Ahora, mientras (me) comienzo a preparar para el examen MIR siento la necesidad de hacer balance de mi paso por la Universidad.

El objetivo de la Universidad es, como refleja la alegoría frente a la puerta de la facultad de Medicina de la Universidad Complutense, transmitir la llama del conocimiento de la exhausta generación precedente al nuevo y dinámico grupo de alumnos que le siguen. El problema reside en comprender qué es esa llama del conocimiento que Prometeo nos legó y que algunas personas se obstinan en robar, de forma recurrente, de la vandalizada estatua.

Cuando pienso sobre lo que significa el conocimiento como tal, nunca se me pasa por la cabeza considerar que los criterios de Milán para el trasplante hepático en el hepatocarcinoma constituyen conocimiento. Esos conceptos de los que está llena la Medicina y de los que somos evaluados, constituyen una miríada de datos y detalles que permiten ejecutar de forma eficiente nuestro trabajo, pero que no es necesario saberlos de memoria, existiendo libros, tablas o el omnipresente Internet para consultarlos en el momento en el que nos sean necesarios.

Sin embargo, podría decir, con exactitud quirúrgica, lo que no es conocimiento, extirpar aquellos datos memorísticos que han plagado el último cuarto de mi vida, aún no estaría más cerca de definir lo que es realmente el conocimiento que he recibido.

Cuando enfilo la puerta de salida de la Universidad, supuestamente portando esa antorcha que me ha legado la generación previa, confieso no estar seguro, siento que nadie me ha transmitido tal responsabilidad.

Continuando mi reflexión, si tuviese que definir el Saber, que debería haber recibido, señalaría algo más que elementos concretos, más bien la elaboración de una predisposición personal, una actitud frente a la vida; haber encendido una llama dentro del alumno, que guíe la curiosidad y el deber, que le acompaña y ayuda a disipar las tinieblas de los límites del conocimiento médico o, como mínimo, le ayude a ser el mejor médico que pueda llegar a ser.

Si acepto esta definición, entonces, con renovada convicción, tengo que decidir que el programa de la Universidad ha fracasado completamente en su empeño. Los ejercicios de memoria no sirven para estimular curiosidad científica alguna y la parca formación ética es ridícula en comparación con los problemas a los que nos enfrentamos en la práctica clínica pues queda ahogada entre el magma de datos inútiles en continuo proceso de olvido.

Aún, con todo ello, creo haberme acercado al espíritu de los objetivos que se marcó la enseñanza de las primeras universidades. Un logro más fruto de la casualidad y la perseverancia en la búsqueda de auténticos profesionales y profesores de la medicina que me han enseñado con su ejemplo y testimonio. Además de actividades que han ampliado mi concepción del mundo, como el club de lectura Lectio, que han evitado que se cumpla el adagio: “un médico que sólo sabe de medicina, ni de medicina sabe”.
Sin embargo, que el sistema educativo confíe en la casualidad para lograr una adecuada formación de sus alumnos es contraproducente. La rueda de la Fortuna es un elemento extremadamente caprichoso, y entregar a los alumnos a esta, sin ningún tipo de instrucción o consejo supone que mucho fracasarán en el camino o se equivocarán antes de iniciarlo. Esto supone un problema para el alumno, pero también para el sistema y la sociedad en su conjunto.

Un ejemplo de las consecuencias de una educación basada en la casualidad es una constante que me he encontrado a lo largo de mi carrera, la reducción progresiva del número de compañeros que acudían a las clases de Medicina, o evitaban ir a las prácticas en el hospital, en una actitud pueril y hedonista que se quejaba del tipo de enseñanza recibido y, como estaba a disgusto, prefería evitar el mínimo esfuerzo, cumpliendo lo obligatorio, pero sin sopesar nunca ningún tipo de iniciativa personal. En estos casos, ¿a quién se les debe de asignar la responsabilidad del fracaso? ¿A los alumnos que no sabían el camino correcto? ¿O aquellos guías que hicieron dejación de funciones, abdicando de su deber?

La combinación de un plan de estudios basado en el recuerdo de datos inútilmente útiles y un alumnado inclinado a la pasividad y el epicureísmo es una mezcla terrible. Se puede llegar a pensar que alguien con un expediente brillante en la carrera sólo ha demostrado que es capaz de recordar aquellos aspectos que le piden sus profesores durante un tiempo, hasta el examen. La prueba MIR no es una excepción.

Acepto la dificultad que existe para evaluar la actitud y curiosidad científica del alumno; o la reflexión bioética vinculada al trato con los pacientes. Pero lo importante realmente no es evaluar esto, sino comenzar a implantarlo.

Recuerdo en mi primera rotación en el hospital que un residente me decía que le resultaba increíble que la cardiología se diera en 2 meses, pero la ética médica recibiera 6 meses. En este momento, yo ya tenía un importante apego por el humanismo como para poder hacer una reflexión crítica de ese comentario. El conocimiento no es más útil porque se pueda aplicar a la técnica.

Añoro un conocimiento que nos haga crecer más como personas y cultivar nuestra capacidad de reflexión y de duda, pues, mientras la insuficiencia cardiaca podría quedar definida como un conjunto de manifestaciones clínicas y analíticas secundarias a la incapacidad del corazón de mantener una perfusión suficiente para satisfacer las necesidades metabólicas de los diferentes tejidos corporales; el principio de justicia que es necesario aplicar para atender a los pacientes no soy capaz de definirlo y aplicarlo. ¿Cómo distribuir entonces el tiempo de aprendizaje?
Mi tiempo de instrucción en las aulas ha finalizado, pero no por ello se han terminado mi capacidad de aprendizaje, estudio y compromiso con mi profesión.

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Reflexión tras el último día de clase

El 16/12/2022 fue el último día de clases teóricas de mi carrera de Medicina. Y el 13/02/2023 fue mi último examen teórico. Ahora, mientras (me) comienzo a preparar para el examen MIR siento la necesidad de hacer balance de mi paso por la Universidad.

El objetivo de la Universidad es, como refleja la alegoría frente a la puerta de la facultad de Medicina de la Universidad Complutense, transmitir la llama del conocimiento de la exhausta generación precedente al nuevo y dinámico grupo de alumnos que le siguen. El problema reside en comprender qué es esa llama del conocimiento que Prometeo nos legó y que algunas personas se obstinan en robar, de forma recurrente, de la vandalizada estatua.

Cuando pienso sobre lo que significa el conocimiento como tal, nunca se me pasa por la cabeza considerar que los criterios de Milán para el trasplante hepático en el hepatocarcinoma constituyen conocimiento. Esos conceptos de los que está llena la Medicina y de los que somos evaluados, constituyen una miríada de datos y detalles que permiten ejecutar de forma eficiente nuestro trabajo, pero que no es necesario saberlos de memoria, existiendo libros, tablas o el omnipresente Internet para consultarlos en el momento en el que nos sean necesarios.

Sin embargo, podría decir, con exactitud quirúrgica, lo que no es conocimiento, extirpar aquellos datos memorísticos que han plagado el último cuarto de mi vida, aún no estaría más cerca de definir lo que es realmente el conocimiento que he recibido.

Cuando enfilo la puerta de salida de la Universidad, supuestamente portando esa antorcha que me ha legado la generación previa, confieso no estar seguro, siento que nadie me ha transmitido tal responsabilidad.

Continuando mi reflexión, si tuviese que definir el Saber, que debería haber recibido, señalaría algo más que elementos concretos, más bien la elaboración de una predisposición personal, una actitud frente a la vida; haber encendido una llama dentro del alumno, que guíe la curiosidad y el deber, que le acompaña y ayuda a disipar las tinieblas de los límites del conocimiento médico o, como mínimo, le ayude a ser el mejor médico que pueda llegar a ser.

Si acepto esta definición, entonces, con renovada convicción, tengo que decidir que el programa de la Universidad ha fracasado completamente en su empeño. Los ejercicios de memoria no sirven para estimular curiosidad científica alguna y la parca formación ética es ridícula en comparación con los problemas a los que nos enfrentamos en la práctica clínica pues queda ahogada entre el magma de datos inútiles en continuo proceso de olvido.

Aún, con todo ello, creo haberme acercado al espíritu de los objetivos que se marcó la enseñanza de las primeras universidades. Un logro más fruto de la casualidad y la perseverancia en la búsqueda de auténticos profesionales y profesores de la medicina que me han enseñado con su ejemplo y testimonio. Además de actividades que han ampliado mi concepción del mundo, como el club de lectura Lectio, que han evitado que se cumpla el adagio: “un médico que sólo sabe de medicina, ni de medicina sabe”.
Sin embargo, que el sistema educativo confíe en la casualidad para lograr una adecuada formación de sus alumnos es contraproducente. La rueda de la Fortuna es un elemento extremadamente caprichoso, y entregar a los alumnos a esta, sin ningún tipo de instrucción o consejo supone que mucho fracasarán en el camino o se equivocarán antes de iniciarlo. Esto supone un problema para el alumno, pero también para el sistema y la sociedad en su conjunto.

Un ejemplo de las consecuencias de una educación basada en la casualidad es una constante que me he encontrado a lo largo de mi carrera, la reducción progresiva del número de compañeros que acudían a las clases de Medicina, o evitaban ir a las prácticas en el hospital, en una actitud pueril y hedonista que se quejaba del tipo de enseñanza recibido y, como estaba a disgusto, prefería evitar el mínimo esfuerzo, cumpliendo lo obligatorio, pero sin sopesar nunca ningún tipo de iniciativa personal. En estos casos, ¿a quién se les debe de asignar la responsabilidad del fracaso? ¿A los alumnos que no sabían el camino correcto? ¿O aquellos guías que hicieron dejación de funciones, abdicando de su deber?

La combinación de un plan de estudios basado en el recuerdo de datos inútilmente útiles y un alumnado inclinado a la pasividad y el epicureísmo es una mezcla terrible. Se puede llegar a pensar que alguien con un expediente brillante en la carrera sólo ha demostrado que es capaz de recordar aquellos aspectos que le piden sus profesores durante un tiempo, hasta el examen. La prueba MIR no es una excepción.

Acepto la dificultad que existe para evaluar la actitud y curiosidad científica del alumno; o la reflexión bioética vinculada al trato con los pacientes. Pero lo importante realmente no es evaluar esto, sino comenzar a implantarlo.

Recuerdo en mi primera rotación en el hospital que un residente me decía que le resultaba increíble que la cardiología se diera en 2 meses, pero la ética médica recibiera 6 meses. En este momento, yo ya tenía un importante apego por el humanismo como para poder hacer una reflexión crítica de ese comentario. El conocimiento no es más útil porque se pueda aplicar a la técnica.

Añoro un conocimiento que nos haga crecer más como personas y cultivar nuestra capacidad de reflexión y de duda, pues, mientras la insuficiencia cardiaca podría quedar definida como un conjunto de manifestaciones clínicas y analíticas secundarias a la incapacidad del corazón de mantener una perfusión suficiente para satisfacer las necesidades metabólicas de los diferentes tejidos corporales; el principio de justicia que es necesario aplicar para atender a los pacientes no soy capaz de definirlo y aplicarlo. ¿Cómo distribuir entonces el tiempo de aprendizaje?
Mi tiempo de instrucción en las aulas ha finalizado, pero no por ello se han terminado mi capacidad de aprendizaje, estudio y compromiso con mi profesión.

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