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El destierro final de la Verdad

AUTOR.- Alfonso Gotor Rivera
Cargo.-Estudiante Facultad de Medicina de la UCM. Hospital Universitario 12 de Octubre

Durante el cénit de la “séptima ola” de la pandemia de COVID-19, en el verano de 2022, se debatió la posibilidad de reestablecer la obligatoriedad del uso de mascarillas en espacios cerrados como medida para frenar el auge de los contagios. Este artículo lo escribo porque durante ese tiempo vi cómo algunos medios de comunicación dejaban el debate en manos de aquellas personas que se encontraban en la calle durante su reportaje. Los ciudadanos y los periodistas debatían sus opiniones y defendían sus preferencias personales, sin ninguna fundamentación científica y haciendo caso omiso de los profesionales de la salud.

La autonomía de los pacientes

Desde la Revolución de la Bioética en la segunda mitad del s. XX, en Medicina ha tenido una creciente importancia la autonomía del paciente. En la actualidad no creo que ningún médico o sanitario discuta el derecho a que una persona, tras ser debidamente informada, tome decisiones que conciernen a su salud. Ese debate está zanjado satisfactoriamente y, aunque todavía debe implementarse con todas sus consecuencias, toda la sociedad acepta las premisas básicas.

El triunfo del relativismo

El problema que expongo es la “democratización” de todos los ámbitos de la vida cotidiana, me refiero a dejar los problemas públicos en manos de los ciudadanos, erigiéndose cada uno en experto en el tema de más reciente actualidad; sea una amenaza para la salud pública, la redistribución de la riqueza o los últimos cotilleos. El problema es que se está borrando la línea entre la opinión personal y la prescripción de un experto. La autonomía se ha hipertrofiado hasta convertirse en excusa bajo la cual defender las actitudes más egoístas de cada individuo.

Thomas Hobbes, en su obra Leviatán, defendía el Estado como un garante de los contratos entre ciudadanos para el bien común, ejerciendo a manera de contrapeso del interés individual de cada uno. Cuando el Estado, en el ámbito gubernamental, o las sociedades científicas, en los suyos, desatienden este fin, la labor cae en manos de personas con escasa o ninguna preparación. Si se permite que suceda esto, entonces descendemos hasta el viejo relativismo, en el “todo depende”; la máxima socrática es dejada morir y su puesto es ocupado por el moderno Gorgias, que sigue diciendo que “la verdad no existe”.

La salud pública es un bien común y, por lo tanto, intangible y frecuentemente huérfano. No parece que existan verdades objetivas a su respecto. Si se realizase una encuesta entre epidemiólogos sobre medidas de preservación de salud pública, probablemente habría discrepancias; por lo que, ¿qué se puede esperar de ciudadanos sin conocimientos? La salud pública pertenece a todo el mundo, y es legítimo el derecho a exponer la opinión y argumentos propios, pero el recurrir a expertos para establecer políticas comunes es necesario y justo para reconciliar nuestros antagónicos intereses. La autonomía no tiene la monarquía absoluta para imponerse siempre como justificación de una decisión subjetiva.

Las discrepancias entre expertos no son, o no deberían ser, equivalentes a las diferentes opiniones entre dos tertulianos del bar de la esquina. Las personas formadas en un tema pueden y deben justificar sus posiciones desde el conocimiento científico (en el caso de la Medicina u otras disciplinas científicas), pues es esa la característica que nos permite diferencias el Logos, de la vana Doxa. En relación a este Logos, la autonomía no tiene cabida; o mejor dicho, la autonomía debe adaptarse para decidir lo que permita lo objetivo.

Alfabetización como pre-requisito del empoderamiento

Todo individuo tiene derecho a su opinión sobre los aspectos que afectan su vida. No obstante, cuando se debe de establecer un reglamento común, siempre que sea posible este se debería basar en reglas y saberes “objetivos” establecidos por los expertos en la materia; aunque sea para garantizar la convivencia apacible. Esta labor es la que distingue un Estado de una tribu, en la que todavía prevalece la ley del más fuerte.

En una era caracterizada por el “empoderamiento” de diferentes grupos sociales y por la búsqueda de redefinir el concepto de igualdad, no podemos olvidar que hay una serie de datos elementales objetivos y, hasta que se demuestre lo contrario (falsacionismo de K. Popper), se deben respetar por encima de todo debate público. La gravedad en la Tierra es 9.8 m/s2, independientemente del color del objeto que se precipite al vacío.

Por lo tanto, un individuo es libre de tomar en consideración estas bases del conocimiento al formar su opinión (el hombre es libre de equivocarse). No obstante, nadie tiene el derecho a imponer esa opinión en los demás, salvo que sea por una justificación comprensible y aceptable por todos. Esa necesidad de comprensión interindividual es de donde surge la obligación de fundamentar nuestras decisiones públicas en el Logos. De lo contrario, ante la subjetividad ajena impuesta se debe recordar que “sin embargo, gira”.

La necesidad de tener una base de conocimiento sobre la que justificar las normas comunes es la que justifica la necesidad de que aquellos que las toman (o los que les aconsejan), tengan ese conocimiento. Es decir, antes de dar poder de decisión o de dar voz a alguien, es preciso que esa persona demuestre que domina ese tema de manera clara y racional. Si el conocimiento es lo que nos hace libres y una persona que no es libre no puede tomar decisiones sobre otros, entonces aseguremos que quien debate tiene ese conocimiento.

Concluyo, la sociedad en todos sus niveles, cada persona, los medios de comunicación y la clase política, debe hacer una reflexión sobre lo que es un atentado a su libertad y lo que es un inconveniente para su comodidad. Si en Medicina existen especialidades, es porque se reconoce la imposibilidad de que un doctor domine absolutamente todo el saber. Los ciudadanos deberían hacer un ejercicio de humildad y reconocer que no saben todo; por mucho que los programas de audiencia se lo hagan creer, buscando y presentado su opinión, como si fuesen expertos incuestionables. No es lo mismo discutir cuál es el mejor equipo de fútbol, que cuál es la mejor medida para controlar una pandemia.

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El destierro final de la Verdad

AUTOR.- Alfonso Gotor Rivera
Cargo.-Estudiante Facultad de Medicina de la UCM. Hospital Universitario 12 de Octubre

Durante el cénit de la “séptima ola” de la pandemia de COVID-19, en el verano de 2022, se debatió la posibilidad de reestablecer la obligatoriedad del uso de mascarillas en espacios cerrados como medida para frenar el auge de los contagios. Este artículo lo escribo porque durante ese tiempo vi cómo algunos medios de comunicación dejaban el debate en manos de aquellas personas que se encontraban en la calle durante su reportaje. Los ciudadanos y los periodistas debatían sus opiniones y defendían sus preferencias personales, sin ninguna fundamentación científica y haciendo caso omiso de los profesionales de la salud.

La autonomía de los pacientes

Desde la Revolución de la Bioética en la segunda mitad del s. XX, en Medicina ha tenido una creciente importancia la autonomía del paciente. En la actualidad no creo que ningún médico o sanitario discuta el derecho a que una persona, tras ser debidamente informada, tome decisiones que conciernen a su salud. Ese debate está zanjado satisfactoriamente y, aunque todavía debe implementarse con todas sus consecuencias, toda la sociedad acepta las premisas básicas.

El triunfo del relativismo

El problema que expongo es la “democratización” de todos los ámbitos de la vida cotidiana, me refiero a dejar los problemas públicos en manos de los ciudadanos, erigiéndose cada uno en experto en el tema de más reciente actualidad; sea una amenaza para la salud pública, la redistribución de la riqueza o los últimos cotilleos. El problema es que se está borrando la línea entre la opinión personal y la prescripción de un experto. La autonomía se ha hipertrofiado hasta convertirse en excusa bajo la cual defender las actitudes más egoístas de cada individuo.

Thomas Hobbes, en su obra Leviatán, defendía el Estado como un garante de los contratos entre ciudadanos para el bien común, ejerciendo a manera de contrapeso del interés individual de cada uno. Cuando el Estado, en el ámbito gubernamental, o las sociedades científicas, en los suyos, desatienden este fin, la labor cae en manos de personas con escasa o ninguna preparación. Si se permite que suceda esto, entonces descendemos hasta el viejo relativismo, en el “todo depende”; la máxima socrática es dejada morir y su puesto es ocupado por el moderno Gorgias, que sigue diciendo que “la verdad no existe”.

La salud pública es un bien común y, por lo tanto, intangible y frecuentemente huérfano. No parece que existan verdades objetivas a su respecto. Si se realizase una encuesta entre epidemiólogos sobre medidas de preservación de salud pública, probablemente habría discrepancias; por lo que, ¿qué se puede esperar de ciudadanos sin conocimientos? La salud pública pertenece a todo el mundo, y es legítimo el derecho a exponer la opinión y argumentos propios, pero el recurrir a expertos para establecer políticas comunes es necesario y justo para reconciliar nuestros antagónicos intereses. La autonomía no tiene la monarquía absoluta para imponerse siempre como justificación de una decisión subjetiva.

Las discrepancias entre expertos no son, o no deberían ser, equivalentes a las diferentes opiniones entre dos tertulianos del bar de la esquina. Las personas formadas en un tema pueden y deben justificar sus posiciones desde el conocimiento científico (en el caso de la Medicina u otras disciplinas científicas), pues es esa la característica que nos permite diferencias el Logos, de la vana Doxa. En relación a este Logos, la autonomía no tiene cabida; o mejor dicho, la autonomía debe adaptarse para decidir lo que permita lo objetivo.

Alfabetización como pre-requisito del empoderamiento

Todo individuo tiene derecho a su opinión sobre los aspectos que afectan su vida. No obstante, cuando se debe de establecer un reglamento común, siempre que sea posible este se debería basar en reglas y saberes “objetivos” establecidos por los expertos en la materia; aunque sea para garantizar la convivencia apacible. Esta labor es la que distingue un Estado de una tribu, en la que todavía prevalece la ley del más fuerte.

En una era caracterizada por el “empoderamiento” de diferentes grupos sociales y por la búsqueda de redefinir el concepto de igualdad, no podemos olvidar que hay una serie de datos elementales objetivos y, hasta que se demuestre lo contrario (falsacionismo de K. Popper), se deben respetar por encima de todo debate público. La gravedad en la Tierra es 9.8 m/s2, independientemente del color del objeto que se precipite al vacío.

Por lo tanto, un individuo es libre de tomar en consideración estas bases del conocimiento al formar su opinión (el hombre es libre de equivocarse). No obstante, nadie tiene el derecho a imponer esa opinión en los demás, salvo que sea por una justificación comprensible y aceptable por todos. Esa necesidad de comprensión interindividual es de donde surge la obligación de fundamentar nuestras decisiones públicas en el Logos. De lo contrario, ante la subjetividad ajena impuesta se debe recordar que “sin embargo, gira”.

La necesidad de tener una base de conocimiento sobre la que justificar las normas comunes es la que justifica la necesidad de que aquellos que las toman (o los que les aconsejan), tengan ese conocimiento. Es decir, antes de dar poder de decisión o de dar voz a alguien, es preciso que esa persona demuestre que domina ese tema de manera clara y racional. Si el conocimiento es lo que nos hace libres y una persona que no es libre no puede tomar decisiones sobre otros, entonces aseguremos que quien debate tiene ese conocimiento.

Concluyo, la sociedad en todos sus niveles, cada persona, los medios de comunicación y la clase política, debe hacer una reflexión sobre lo que es un atentado a su libertad y lo que es un inconveniente para su comodidad. Si en Medicina existen especialidades, es porque se reconoce la imposibilidad de que un doctor domine absolutamente todo el saber. Los ciudadanos deberían hacer un ejercicio de humildad y reconocer que no saben todo; por mucho que los programas de audiencia se lo hagan creer, buscando y presentado su opinión, como si fuesen expertos incuestionables. No es lo mismo discutir cuál es el mejor equipo de fútbol, que cuál es la mejor medida para controlar una pandemia.

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