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La brecha de género en la protección social en Iberoamérica

La seguridad social y de la protección social pueden parecer a simple vista políticas en las que no influye el género de las personas beneficiarias. Las pensiones, la atención sanitaria, la prevención de riesgos laborales, o los servicios sociales y de cuidados, se perciben como iguales para toda la ciudadanía. Sin embargo, quienes acceden a prestaciones contributivas son mayoritariamente hombres y reciben cuantías mayores -las pensiones de los varones en la Unión Europea son un 30% mayores-, mientras que quienes acceden a las ayudas y servicios no contributivos suelen ser mujeres, solo por citar un ejemplo.

Es importante explicar que la protección social en los países iberoamericanos es prioritariamente de tipo contributivo, de forma que solo las personas con empleos formales que aportan a sistemas de seguridad social pueden acceder a prestaciones económicas, de salud, etc. Quienes no aportan solo acceden a prestaciones no contributivas, que dependen en mayor medida de la disponibilidad presupuestaria en cada momento y de las prioridades políticas.

De esta forma, la cobertura que ofrecen estos sistemas depende en gran parte del empleo y de las contribuciones realizadas durante la vida laboral. Ahí es donde radica el principal problema, ya que el empleo es uno de los sectores donde las mujeres enfrentan más desigualdad.

Esta desigualdad procede, por un lado, del propio diseño de los sistemas en el s. XIX. Los sistemas se crearon de acuerdo con el modelo de familia tradicional predominante en ese momento, en el que el varón generaba los ingresos para mantener a toda la familia y la mujer se ocupaba del cuidado de menores y mayores, así como de las tareas del hogar. A partir de los años 70, con la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, se empiezan a reformar los sistemas, pero de forma parcial.

En la actualidad, las mujeres siguen participando menos en el mercado de trabajo y son mayoría en el sector informal. Cuando acceden al empleo siguen recibiendo salarios inferiores a los de los varones, siguen trabajando en sectores con empleos más precarios, contratos a tiempo parcial o de duración determinada y en niveles jerárquicamente más bajos. Esto, sumado al mayor número de interrupciones de la carrera profesional para atender las responsabilidades de cuidado, la mayor esperanza de vida y la posibilidad de jubilarse antes en algunos países, hace que coticen menos, que tengan un menor acceso a los sistemas contributivos y que las prestaciones que reciben sean menores.

Por el contrario, encontramos una mayoría de mujeres entre quienes reciben prestaciones no contributivas, que no están vinculadas al empleo. Sin embargo, se trata de prestaciones básicas -transferencias monetarias, atención primaria en salud, servicios sociales-, que son de gran ayuda para evitar la pobreza extrema, pero que no permiten mantener una calidad de vida digna.

Los efectos de esta desigualdad han sido visibles durante la pandemia de COVID-19, que ha afectado especialmente a las mujeres en Iberoamérica. Esto se ha debido a que ha afectado con mayor dureza a los sectores más precarios, que es donde se concentra el empleo de las mujeres, expulsándolas del mercado laboral sin la protección que ofrecen los sistemas contributivos. Por ello, han sido mayoritariamente mujeres quienes han recibido las rentas básicas, las ayudas alimentarias de emergencia y los apoyos en suministros básicos que se han desarrollado durante la pandemia. Y, también por estas razones, la mayoría de los 23.6 millones de personas que han entrado en situación de pobreza durante la pandemia en la región son mujeres.

En estos momentos, en los que estamos lentamente dejando atrás la pandemia y la crisis derivada de esta, es importante hacer una reflexión sobre cómo mejorar la situación de las mujeres en los sistemas contributivos y en el propio mercado de trabajo, así como analizar las desigualdades que los propios sistemas generan y reforzar los mecanismos no contributivos. Especial consideración deben tener las responsabilidades de cuidado, que son fundamentales para el sostenimiento de la vida, pero que suponen uno de los principales obstáculos a la igualdad de oportunidades de las mujeres en el ámbito laboral.

Los cuidados, que siguen asumiendo principalmente las mujeres, podrían suponer en torno al 30% del PIB de los países de la región, pero siguen siendo invisibilizados e incluso penalizados por los sistemas de seguridad social. El desarrollo de sistemas públicos de cuidados de menores y de personas en situación de dependencia resulta esencial para promover la igualdad de oportunidades de las mujeres en el empleo, al tiempo que se trabaja en un reparto más equitativo de estas tareas al interior de los hogares y en un reconocimiento del valor de esta contribución. Todo ello redundaría en una mejor situación de las mujeres en el empleo y, por ende, en una mejor cobertura en protección social.

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La brecha de género en la protección social en Iberoamérica

La seguridad social y de la protección social pueden parecer a simple vista políticas en las que no influye el género de las personas beneficiarias. Las pensiones, la atención sanitaria, la prevención de riesgos laborales, o los servicios sociales y de cuidados, se perciben como iguales para toda la ciudadanía. Sin embargo, quienes acceden a prestaciones contributivas son mayoritariamente hombres y reciben cuantías mayores -las pensiones de los varones en la Unión Europea son un 30% mayores-, mientras que quienes acceden a las ayudas y servicios no contributivos suelen ser mujeres, solo por citar un ejemplo.

Es importante explicar que la protección social en los países iberoamericanos es prioritariamente de tipo contributivo, de forma que solo las personas con empleos formales que aportan a sistemas de seguridad social pueden acceder a prestaciones económicas, de salud, etc. Quienes no aportan solo acceden a prestaciones no contributivas, que dependen en mayor medida de la disponibilidad presupuestaria en cada momento y de las prioridades políticas.

De esta forma, la cobertura que ofrecen estos sistemas depende en gran parte del empleo y de las contribuciones realizadas durante la vida laboral. Ahí es donde radica el principal problema, ya que el empleo es uno de los sectores donde las mujeres enfrentan más desigualdad.

Esta desigualdad procede, por un lado, del propio diseño de los sistemas en el s. XIX. Los sistemas se crearon de acuerdo con el modelo de familia tradicional predominante en ese momento, en el que el varón generaba los ingresos para mantener a toda la familia y la mujer se ocupaba del cuidado de menores y mayores, así como de las tareas del hogar. A partir de los años 70, con la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, se empiezan a reformar los sistemas, pero de forma parcial.

En la actualidad, las mujeres siguen participando menos en el mercado de trabajo y son mayoría en el sector informal. Cuando acceden al empleo siguen recibiendo salarios inferiores a los de los varones, siguen trabajando en sectores con empleos más precarios, contratos a tiempo parcial o de duración determinada y en niveles jerárquicamente más bajos. Esto, sumado al mayor número de interrupciones de la carrera profesional para atender las responsabilidades de cuidado, la mayor esperanza de vida y la posibilidad de jubilarse antes en algunos países, hace que coticen menos, que tengan un menor acceso a los sistemas contributivos y que las prestaciones que reciben sean menores.

Por el contrario, encontramos una mayoría de mujeres entre quienes reciben prestaciones no contributivas, que no están vinculadas al empleo. Sin embargo, se trata de prestaciones básicas -transferencias monetarias, atención primaria en salud, servicios sociales-, que son de gran ayuda para evitar la pobreza extrema, pero que no permiten mantener una calidad de vida digna.

Los efectos de esta desigualdad han sido visibles durante la pandemia de COVID-19, que ha afectado especialmente a las mujeres en Iberoamérica. Esto se ha debido a que ha afectado con mayor dureza a los sectores más precarios, que es donde se concentra el empleo de las mujeres, expulsándolas del mercado laboral sin la protección que ofrecen los sistemas contributivos. Por ello, han sido mayoritariamente mujeres quienes han recibido las rentas básicas, las ayudas alimentarias de emergencia y los apoyos en suministros básicos que se han desarrollado durante la pandemia. Y, también por estas razones, la mayoría de los 23.6 millones de personas que han entrado en situación de pobreza durante la pandemia en la región son mujeres.

En estos momentos, en los que estamos lentamente dejando atrás la pandemia y la crisis derivada de esta, es importante hacer una reflexión sobre cómo mejorar la situación de las mujeres en los sistemas contributivos y en el propio mercado de trabajo, así como analizar las desigualdades que los propios sistemas generan y reforzar los mecanismos no contributivos. Especial consideración deben tener las responsabilidades de cuidado, que son fundamentales para el sostenimiento de la vida, pero que suponen uno de los principales obstáculos a la igualdad de oportunidades de las mujeres en el ámbito laboral.

Los cuidados, que siguen asumiendo principalmente las mujeres, podrían suponer en torno al 30% del PIB de los países de la región, pero siguen siendo invisibilizados e incluso penalizados por los sistemas de seguridad social. El desarrollo de sistemas públicos de cuidados de menores y de personas en situación de dependencia resulta esencial para promover la igualdad de oportunidades de las mujeres en el empleo, al tiempo que se trabaja en un reparto más equitativo de estas tareas al interior de los hogares y en un reconocimiento del valor de esta contribución. Todo ello redundaría en una mejor situación de las mujeres en el empleo y, por ende, en una mejor cobertura en protección social.

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